Por la forma en que fumaba, la muerte
estaba cerca. Lo esperé hasta que se acomodasen él y el silencio, entré como si
habitásemos la misma idea.
-Sabe por qué estoy aquí.
-Lo supongo, ya era demasiada suerte.
La lluvia y su peste a esa hierba
quemada, amarga y seca con humedad incomodaban a cualquier ser vivo a la
redonda. Yo también fumo, casi de esa manera.
-¿Puedo fumar?
-Claro.
La lluvia era de caminata tranquila, me
asomé por la ventana, no hacía frio, cerré las gruesas cortinas. Él no dejaba
de temblar hasta que se quitó el sombrero, tomó un cigarro y cambió esa imagen
de perro callejero mojado con hipotermia por la del hombre encargado.
-Quedan tres cigarros.
-Eso no será problema, le van a durar
toda la vida.
Puse el revólver en la mesa y le acerqué
una llama. Mi mano se agitó un poco al ver lo apresurado que se aproximó por el
fuego teniéndome en la mira, sopló en mis manos, con un rostro blanquecino,
levemente rojos los labios, sin despegar
la mirada se echó hacia atrás aventando curvas grises que lo adornaban con la
fresa en el centro de la penumbra.
-¿Tú no fumas? Un buen cigarro calma los
nervios, son indispensables en la noche y en los labios de mujer.
-Ya no traigo.
-Toma uno, ni siquiera son míos, 100
milímetros más cerca de la otra vida.
Levantó una ceja mientras jugaba con el
cigarro entre los dedos. Dio una buena fumada y la sacó con destreza y rapidez
por la nariz dejándose ver sólo ojos entre los gris, amarillo y opaco de la luz
del cuarto.
-Prefiero mi 9 milímetros que está más
cerca.
Consiguió ganarme la primera carcajada
en la mirada fija, era uno de esos tipos que siempre tienen la palabra
necesaria entre la boca, y lo engalanan como cigarro fino al filo del silencio
o gesto premeditado.
-Un cigarro no se le niega a nadie, ni
un soborno.
Me retaba, el moribundo me retaba. Le
señalé con el arma la cajetilla, un vuelo de sus manos a mi cercanía, saqué un
cigarro y comenzó a escucharse la piedra del encendedor una, otra y otra vez,
sin resultado. Realmente quería fumarme ese desgraciado cigarro.
-Esa es mala suerte.
Me hizo reír, hasta que un trueno
silenció a la ciudad, unos segundos de luz blanca en todo el cuarto. Viví la
infancia por un momento con esa misma luz que te hace tirar lo que traes en las
manos y buscar refugio más cercano con todos los sentidos al pendiente.
Las pisadas cercanas sobre hojas secas,
el puntillo rojo bailando en el mismo lugar. Seguía fumando, mis esfuerzos
fallidos no lograron ver su rostro al acabarse los milímetros ¿seguía fumando?
De tanto forzar la vista, ahora
desconocía el paradero de la fresa, podía verla, realmente la veía pero sólo
con una fe de moribundo.
-Eso sí que es mala educación… olvidaste
sacar un cenicero.
No era su voz a mi izquierda, pero sí el
“Click” del revólver a la derecha de
mi cien, la luz regresó delante de mi cigarro.
Agua celeste y negra cayó en mi mejilla,
rímel, acompañado de unos dedos delicados bien alumbrados, uñas granas
brillosas, cinco cigarros prendidos al mismo tiempo, hasta que se encendió el
mío y desaparecieron.
-¿Sabes por qué estás aquí?
Era la voz del hombre, la mujer se
encontraba en las sombras esperando respuesta.
-Por una mala elección.
-¿Qué tan mala?
Quise inhalar humo para meditar la
pregunta, pero una brizna y la fresa corriendo entre otras en la oscuridad me
distrajeron.
-Condenable.
Regresaba ágilmente la luz roja,
flotando sobre la mesa, intenté agarrar su mano pero atrapé un cenicero con
carmín en el filtro.
-¿Qué le ordenaron?
-Siga al hombre del sombrero y la peste
a tabaco, gánele al cáncer… recuperará
lo suyo.
-Yo soy el del sombrero, pero las
fragancias tan robustas no me gustan, fumo lo normal, ella no.
-Eso no lo quita su condición de fumador.
Tiré la ceniza esperando saber más de
ella en la oscuridad, poco importa la vida con un cigarro en la boca y una
mujer en mente.
-Mire amigo, puedo decirle amigo ¿no?
-No lo creo, aunque gracias por el
detalle.
Apagué el cigarro con la última fumada, el
hilillo tibio de humo protagonizaba la charla.
-Usted está en problemas. No es bueno
para estos menesteres, sino, ya estaría saldada su deuda. Le agradezco su
ineptitud y que esto se tornase tan novelesco, pero yo no puedo hacer nada ya
que se fumó uno de sus cigarros, a mí a duras penas me perdona, la verdad, no
sé qué es lo que le sucederá a usted. Yo mientras voy a busca reponer mi falta.
-Te compré una caja antes de llegar,
pero no había dorados.
Sonó amablemente la voz de la mujer de
toda la oscuridad, mientras que el hombre acudía a la habitación contigua.
-Entonces no los quiero.
-Ya lo ve amigo, es tan linda como el
infierno.
El hombre abrió la puerta, la luz del
cuarto me permitió ver la silueta de su figura, curvas de humo que se apagaron
al regresar la puerta a su antigua posición.
-¿Podrías darme mi cajetilla?
-Es que no la veo.
-Demasiada suerte de la buena y la mala
eso de que se fuera la luz ¿no?
-Eso depende.
Comenzó a sonar la piedra hasta
encender.
-Hey, eso no es algo muy listo nene, ya
me debes 3.
Encendió la luz, sus ojos eterna
neblina, grises, fijos, humo estático. Con la imagen tan fuerte que brindaba en
esa tela negra justa al blanco de su carne se olvidaba el olor penetrante del
cigarro.
Saqué una cajetilla llena de esos
cigarros del bolsillo y comencé a bajarlos con golpes graves de alarma, el
hombre regresaba del cuarto.
-Amigo, usted es un mentiroso suertudo,
pero no lo voy a esperar todos esos cigarros. Pudo irse con unos billetes pero
ahora se quedara con una en la cabeza… quiere escuchar algo curioso, en
realidad ella no mata, sino que mueres o matas por ella.
Sacó un arma de su abrigo, tomé el
revólver que seguía en la mesa.
-Lo sé.
Bang.
-Siempre te los buscas iguales.
-Me gustó la forma en que fumaba.
-Sólo fue un maldito cigarro ¿Ya me
perdonas?
-Sí…
G.B.A.
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